Cerca de la medianoche, cuando regresaba de un viaje largo, mientras
avanzaba por la carretera que bordea las haciendas, sus ojos captaron una
figura etérea bajo la cortina de lluvia. Era una mujer de hermosa figura,
envuelta en un vestido blanco que parecía resplandecer bajo la tormenta. Con
una mano levantada, la dama le hacía señas para que se detuviera. Jacinto,
impulsado por la curiosidad y la compasión, frenó su mototaxi y la mujer se
subió rápidamente, empapada pero sin perder su aire de misterio.
Durante el trayecto, el silencio era tan denso como la
negrura de la noche. Jacinto intentó romper el hielo comentando sobre la
inclemencia del tiempo, pero la mujer, con una voz fría como el hielo, le
ordenó que se limitara a conducir. Al llegar a la iglesia, Jacinto quedó
perplejo al ver las puertas abiertas a esa hora tan tardía. La mujer le pidió
que esperara, prometiéndole que le pagaría por su tiempo. Sin más, ella
desapareció en el interior del templo.
Pasaron quince largos minutos antes de que la figura en blanco
emergiera de nuevo. Sin mediar palabra, se subió al mototaxi y le indicó que la
llevara de regreso a El Palmar, guiándole a través de un laberinto de calles desiertas
por la hora. Jacinto, observando a la mujer por el retrovisor, no podía evitar
preguntarse quién era esa misteriosa pasajera, cuyo aire de nobleza contrastaba
con el lugar y la hora.
Cuando pasaron frente al cementerio del pueblo, la mujer
rompió su silencio para pedirle que se detuviera. "No puedo dejarla aquí,
señorita. Es casi medianoche y este lugar es peligroso," protestó Jacinto
con preocupación. Pero ella, con una voz que parecía provenir de lo más
profundo de la tierra, le respondió: "No te preocupes por los muertos,
sino por los vivos." Le entregó cinco billetes de 20 quetzales y se alejó,
desvaneciéndose en la negrura del camposanto.
Jacinto, aún conmocionado, guardó el dinero en su mochila y
se dirigió a casa. Al día siguiente, relató su extraño encuentro a sus amigos,
sintiéndose afortunado por haber ganado 100 quetzales en esa noche tempestuosa.
Sin embargo, al buscar los billetes en su mochila, encontró en su lugar puñados
de tierra de cementerio, fría y húmeda.
Fue entonces cuando se desveló la verdad detrás de su
encuentro. La mujer que había llevado no era otra que el alma de una joven
fallecida pocos meses antes, conocida por su devoción religiosa y su costumbre
de rezar cada noche en la iglesia de Pueblo Nuevo. Se decía que, en vida, ella
había impuesto esa penitencia sobre sí misma, y su espíritu continuaba
cumpliéndola incluso después de la muerte.
La experiencia dejó una marca indeleble en Jacinto. Aprendió
que hay misterios en la noche que es mejor no cuestionar y que las almas en
pena deben ser tratadas con respeto. Desde entonces, la leyenda advierte a los
mototaxistas del Nuevo Palmar: no levanten pasajeros en la oscuridad de la
noche, pues podría ser un alma que aún no encuentra su descanso.
Autor: Alvaro Rojas Melendez.
email: alvarome2003@gmail.com
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