¡Hola patojada!
¿Ya se acomodaron?
Les cuento de un cerro,
que todos miraron.
En Jutiapa y Chiquimula, allá en el oriente,
vivía Don Ipala, volcán sonriente.
Con mil seiscientos cincuenta metros de altura,
se paraba altivo con mucha postura.
No echaba fuego, ni humo, ni lava,
era un volcán viejo que ya no rugía nada.
“¡Soy extinto, muchá, y no me da pena,
porque en mi cráter guardo mi joya morena!”
La joya brillaba, ¡qué cosa tan fina!
Era la Laguna de Ipala divina.
Redonda, tranquila, azul como el cielo,
verde como monte, plateada cual velo.
“¡Mírenme, mírenme, qué gran tesoro!
¡Soy un volcán bonito, valioso de oro!
No tiro ceniza, tampoco hago lío,
prefiero mostrarles mi espejo bravío.”
Los pájaros bajan, cantando contentos,
las nubes se asoman, se miran al viento.
Mariposas vuelan, las flores lo adornan,
y Don Ipala presume, ¡a todos asombra!
Un día Pacaya gritó con poder:
“¡Yo soy el que asusta, yo sé encender!”
El Volcán de Agua habló con razón:
“¡Yo cuido la tierra, soy todo un campeón!”
Pero Don Ipala, con voz de abuelito,
respondió despacio, sonriendo bonito:
“Cada volcán tiene su propia canción,
el mío es de calma y admiración.
No me comparen, soy diferente,
llevo laguna y soy imponente.
De Jutiapa a Chiquimula me pueden mirar,
¡soy Don Ipala, difícil de igualar!”
Los niños del pueblo subieron contentos,
llevaban canastos, cantaban al viento.
“¡Ala gran chucha! —gritaban con gana—,
¡qué lindo espejo, parece ventana!”
Don Ipala guiñaba, movía la ceja,
se hacía el serio, pero se deja.
Por dentro decía con tono discreto:
“¡Soy el volcán más, más, más coqueto!”
✨ Y colorín colorado,
del Ipala me he enamorado.
Autor: Álvaro Rojas Meléndez
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