Hace mucho tiempo, en el remoto pueblo costero de San Felipe, se acercaba el día de los difuntos. Las calles se llenaban con el bullicio de la gente preparándose para honrar a sus seres queridos que habían partido. Entre ellos, se encontraba Francisco, un joven pintor conocido como Chuz, que se ganaba la vida adornando las tumbas en el cementerio local.
Un día, mientras preparaba sus pinturas, un hombre alto y
distinguido se acercó a él. Con una voz suave pero firme, le ofreció un trabajo
peculiar: pintar una tumba y agregar un símbolo especial. El hombre, cuyo
origen era desconocido para Chuz, le ofreció una suma significativa de dinero
por aquellos tiempos: treinta quetzales. Sin dudarlo, Chuz aceptó.
Chuz terminó su trabajo, pintando la tumba con una vela
encendida, cuya llama se desvanecía en la oscuridad, tal como le habían pedido.
El hombre le pagó y se despidió, dejando a Chuz con una sensación extraña.
La noche del día de los difuntos, el cementerio brillaba con
velas y adornos. Curioso por ver su trabajo, Chuz se dirigió a la tumba que
había pintado. Allí, encontró a un joven llorando desconsoladamente. Al
acercarse, el joven le mostró una fotografía de su padre fallecido. Chuz quedó
petrificado al reconocer al hombre que lo había contratado.
El joven explicó que había recibido un dibujo con una vela y un mensaje que reconocía como la letra de su padre, quien había fallecido años atrás. Aunque había migrado lejos del pueblo por trabajo, el espíritu de su padre aún permanecía cerca, iluminando su memoria con amor.
Desde entonces, la leyenda de la vela en el cementerio de
San Felipe, se convirtió en un
recordatorio de que el amor perdura más allá de la muerte, y que los lazos
familiares trascienden el tiempo y la distancia.
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tel.42245627.
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