Cuando la noche cayó, un viento fuerte se desató sobre el campamento. Aunque las tiendas de campaña les ofrecían refugio, las ráfagas arrastraban con ellas sollozos y murmullos extraños. Algunos los atribuyeron al viento filtrándose entre las rocas, pero José sintió algo diferente, algo inquietante. Sin embargo, decidió ignorarlo.
A las cuatro de la mañana, comenzaron su ascenso. La senda, formada por colosales bloques de roca y ceniza, parecía el paisaje de otro mundo. A cada paso, la sensación de ser observados se intensificaba, y pequeñas piedras rodaban misteriosamente desde los picos.
Durante la travesía, el viento sopló con fuerza, despejando la bruma que cubría las grietas del terreno. Fue entonces cuando José lo vio. A lo lejos, una criatura espeluznante emergió de las sombras: su cuerpo se asemejaba al de una araña gigante con patas descomunales, pero, al escarbar en el suelo, su forma cambió y adoptó la apariencia de un perro negro, de ojos rojos como brasas encendidas.
—¡Allí! —exclamó José, pero sus amigos solo vieron una sombra fugaz deslizándose entre las rocas.
Impulsados por la curiosidad y el escepticismo, se acercaron hasta donde la criatura había desaparecido. Al llegar, hallaron un agujero de un metro de ancho, de cuyo interior brotaba un vapor denso y oscuro, como el aliento del mismísimo infierno. En ese instante, una pesadez inexplicable cayó sobre sus hombros. Atemorizados, emprendieron el descenso de regreso a casa. Pero algo no estaba bien.
Los días siguientes, una extraña enfermedad los consumió: dolores de espalda insoportables, fiebres repentinas y una sensación constante de fatiga.
José, preocupado, buscó a un sacerdote maya para contarle lo sucedido. El anciano escuchó en silencio y luego le habló con gravedad:
—Has cometido un error. En el Santiaguito conviven seres de este mundo y del otro. Ahí, Juan Noj reina sobre un ejército de almas condenadas, obligadas a mover rocas eternamente. Algunas de ellas buscan escapar, y necesitan de un cuerpo físico para lograrlo.
Los escaladores y caminantes debilitados por el esfuerzo se convierten en presas fáciles. Sin saberlo, les has dado un puente para huir. Ahora, una sombra se aferra a tu espalda.
Horrorizado, José preguntó qué podía hacer. El sacerdote le explicó que Juan Noj poseía un guardián, un ente aterrador conocido como Xibalcan, cuyo deber era recuperar las almas fugitivas.
—Debes regresar a la cueva con tus amigos. Llevarán veladoras y candelas de colores, y yo los guiaré en un ritual. Pero tengan cuidado. Xibalcan no distingue entre un alma humana y un alma perdida. Podría reclamar también la suya.
Esa misma noche, el grupo regresó al volcán, guiados por el sacerdote. Frente a la cueva, encendieron las velas y el incienso. De repente, un silbido gélido resonó en la oscuridad. No era un silbido común, sino uno tan profundo que se sintió en los huesos.
Del agujero emanó un vapor oscuro que los envolvió por completo. Sus cuerpos cayeron al suelo, sumidos en una profunda inconsciencia. Para ellos, todo transcurrió en un abrir y cerrar de ojos. Pero el sacerdote, que había permanecido despierto, los observó permanecer inmóviles durante horas.
Cuando despertaron, el peso en sus cuerpos había desaparecido. Pero el anciano les advirtió:
—El volcán no es solo roca y fuego. Es un umbral entre mundos. Si regresan, deben mostrar respeto. Pidan permiso, lleven ofrendas, enciendan veladoras e incienso. Solo así podrán protegerse de las almas errantes que buscan escapar.José y sus amigos asintieron en silencio. Desde entonces, nunca volvieron a desafiar el poder del volcán sin antes hacer la reverencia debida.
Y en las noches de viento fuerte, cuando un silbido sobrenatural se escucha entre las rocas, los caminantes recuerdan la advertencia: Xibalcan sigue vigilando, y no distingue entre los vivos y los muertos.
Autor: Alvaro Rojas Melendez.
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